Por Estrella Sánchez – 03/2020
Para hablar de la injusticia, Hildegarda von Bingen en su Liber Vitae Meritorum, dice en el capítulo XLVI del libro IV: “Sed et anima hominis symphoniam in se habet et symphonizans est”, “pero el alma del ser humano lleva una armonía en sí y parece una armonía”. La palabra “homo”, de la que deriva nuestro masculino “hombre”, designaba nuestro “ser humano” al que la abadesa se refiere en este texto. Este cargar palabras de nuevos significados destapa ante nuestros ojos los avatares de la polisemia de una palabra que pasó de designar la generalidad del ser humano a designar también sólo lo masculino. ¡Curioso capricho del destino para esta palabra en una sociedad de predominio tradicionalmente masculino! Pero Hildegarda al emplear la palabra “homo” se refiere a todas las personas. Afirma que todos los seres humanos llevamos armonía y somos armonía. Es una facultad que nos supone.
Pero el afán de la historiografía por ordenar, relacionar y clasificar ha desembocado en la descomposición del mundo en binomios, desechando o bien la unidad o bien la multiplicidad y la diversidad, como si solo el antagonismo entre pares opuestos nos permitiera entender aquello que nos rodea. Esto nos ha llevado a asumir que si dos cosas son distintas, en cierto modo, han de ser también antitéticas. Y así, esa capacidad de ser armonía (cabe aquí destacar la imagen de la mujer de éxito como pérfida, calculadora y maquiavélica, nada armoniosa) y generar armonía con sonidos (es decir, la facultad de hacer arte mediante la combinación de los mismos) que Hildegarda nos otorgó en sus escritos a todos los seres humanos y que ella misma tanto prodigó, histórica y actualmente no se nos supone a las mujeres, o al menos se nos pone en entredicho, porque por oposición, sí le es sobreentendida al hombre. Justificarse permanentemente por hacer uso de una cualidad que posee y que domina, pero que no le es atribuída, es el sisífico castigo de la parte femenina del binomio. Así que a las mujeres no les ha quedado otra que abrazarse a la captatio benevolentiae como estrategia de autorización cada vez que alguna ha osado hacer una incursión en el “ajeno campo” de la música.
De este modo, si las mujeres llegan, en algo debe notarse. Es entonces cuando la maquinaria del binomio genera la idiosincrasia de cada miembro del par. En música, al par masculino se le asocia lo rítmico, lo firme, lo enérgico, lo conclusivo; al femenino lo melódico, lo dulce, lo delicado, lo inconcluso. Susan McClary lo puso de manifiesto en su libro Femenine endings: music, gender & sexuality, al hablar de la conocida clasificación de las cadencias que las divide en femeninas y masculinas.
Para entender el motivo de este estado de las cosas, es necesario pasar el terreno histórico. Qué tiene que ver la historia de la música con la vivencia musical de cada momento, es una cuestión que un tanto espinosa. La historia que leemos en los libros es un relato que da cuenta de los sucesos acontecidos en épocas pasadas. Pero cada relato que se escribe se elige frente a otros que caen en el silencio, cada pieza que se escucha se elige frente a otras que caen en el olvido de la historia. Todo acto de elección implica un acto de priorización. Con cada opción tomada también se está dando, implícitamente y subrepticiamente, un acto de creación de significado que el tiempo acaba legitimando, objetivando o aceptando como único verdadero.
Así, el maremágnum de sucesos y acontecimientos del devenir histórico, esa “caótica masa amorfa” como la denomina Dalhaus, se convierte en una narración fehaciente cuando es hilada a través esa maquinaria pesada que son las causas y efectos que relacionan cada acontecimiento seleccionado, frente a esos otros muchos desechados. Pero es fundamental entender que bajo dicha maquinaria subyacen valores y relaciones que son ley y criterio de selección de los acontecimientos que se engarzan. Hay por tanto, una relación social, axiológica y política entre los actos que se eligen para la construcción de la narración histórica, una relación jerárquica que no deja de ser la misma que atraviesa a la propia sociedad desde la que se construye el relato y por qué no, al propio constructor.
¿Hay alguien a quien, llegadas a este punto, no le resuene en su cabeza la palabra patriarcado? Es la propia narración histórica y el peso que esta tiene lo que nos impide una visión panóptica que permita poner de relieve los acontecimientos históricos excluidos de la narración y que constituyen el árbol genealógico en el que toda mujer pueda insertarse, mirarse y reconocerse cuando decide dedicarse a la música académica. Es la propia narración histórica la que no es neutral, la que de un modo más o menos consciente construye realidad, una realidad que invisibiliza a las mujeres que siempre se sienten pioneras en un mundo copado por hombres. Y si una conoce el éxito, bien en vida o bien porque el relato histórico la reconoce como merecedora de tal honor, es porque algo de especial ha de tener: ella sí tiene talento, ella es digna de trascender al relato histórico y además, aporta ese toque femenino, esa esencia de mujer que la hace única, diferente. Y así, se nos pone en bandeja de plata la justificación de por qué muchas mujeres, dedicadas históricamente a diferentes ámbitos de la música, se quedan en el olvido de esa “caótica masa amorfa”. No tendrían lo necesario para formar parte de la historia, como si al relato histórico se le supusiera la cualidad de la justicia. Pero la que llega se convierte en una “mujer-acontecimiento”, desvinculada de cualquier otra, insertada por el relato patriarcal, en una historia que también lo es y cuyas excepcionales cualidad la han hecho digna de formar parte de dicho canon.
En este sentido, es inaplazable la tarea hermeneútica por parte la historia de la música de hacer emerger las relaciones que subyacen en la elección de los acontecimientos históricos que generan su propia construcción. Es inaplazable la resignificación de lo femenino en este relato. Porque desde el siglo XII con Hildegarda, la historia está plagada de mujeres que han mostrado musicalmente cuán llena de armonía está su alma y cuán capaces son de generarla (compositoras, intérpretes, directoras, etc.) y de sostenerla (gestoras, mecenas, consumidoras, etc). Pero para llegar a ellas hay que desprenderse de esos valores desde los que se ha contado la historia. Son muchos, hay descubrirlos, pensarlos, nombrarlos, y resignificarlos para desprendernos del constructo social que supone el binomio que nos posiciona opuestamente. Mientras no lo hagamos “lo femenino” seguirá siendo lo contrario a lo que a “lo masculino” le viene dado por naturaleza, y por tanto, lo que por naturaleza es descartable y de facto, descartado del relato de la historia.
Volvamos pues a ese momento fundacional, a ese “Paraíso” del que Hildegarda, la “Eva” de nuestra historia de la música culta occidental, partió y que la historiografía patriarcal y meritocrática ha corrompido. Repensemos el relato histórico poniendo en el centro la multiplicidad y la diversidad, no la priorización de algún uno de los elementos de binomios que encorsetan la riqueza de cada momento histórico. El abismo es grande, la tarea ardua, pero nos lo debemos. Se lo debemos.